Según Hermann Broch, el kitsch
representa la visión del mundo a través de una mala fe con propios valores.
Según Clement Greenberg, el kitsch es el epítome de todo lo que hay de espurio
en la vida de nuestro tiempo. Ludwig Giesz ha enmarcado al kitsch como
suministro oblicuo de las industrias culturales. Indudablemente, las varias
definiciones atribuidas al kitsch lo proclaman como el fenómeno cultural
pernicioso, la retaguardia de los movimientos vanguardistas surgidos a inicios
del siglo XX.
En conceptos generales - y creo que
todos los autores concuerdan en esta valoración - un objeto denominado como
kitsch es meramente utilitario y carece de crítica por parte del observador
pues solamente brinda gratificación emocional sin ningún tipo de esfuerzo intelectual.
El surgimiento del kitsch, al tratarse
de campesinos y burgueses quienes se asentaron en las grandes ciudades
durante la Revolución Industrial, creando en su cotidianidad su propio tipo de
ocio, resulta en el cambio de la concepción sobre cultura popular; las masas
ejercieron presión sobre la sociedad en la que vivían para dar con un nuevo
tipo de cultura adecuada para su consumo.
Personalmente, entiendo el kitsch como
la representación y el reflejo de la personalidad de un pueblo. Y es que,
claro, el consumo masivo de los productos catalogados como kitsch, denota
claramente lo que las personas quieren, necesitan y por supuesto, disfrutan.
Con dicha noción, el kitsch en el Ecuador, no representaría más que la
pluriculturalidad propia del país. La cultura popular ecuatoriana se estructura
bajo el parámetro formativo en el cual a través de la composición de estilos,
la aleación de culturas y la prominente promoción comercial, convierte lo que
se calificaría como kitsch en una mezcla folclórica y pintoresca. De esta
manera, mi hipótesis es que el kitsch, en el Ecuador, se transforma en una
suerte de vanguardia del siglo XXI.
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